Autora: Marga Salinas.
Psicóloga especializada en bienestar emocional femenino.
Hay experiencias que transforman en silencio.
La maternidad es una de ellas.
No solo transforma la manera en la que vemos el mundo, y la vida: también mueve el eje interno de nuestra identidad, para tensar y ensanchar espacios que antes creíamos firmes, para invitarnos -a veces con ternura, a veces con incertidumbre- a reescribir quiénes somos ahora.
Ese movimiento interno suele ser íntimo, discreto, casi imperceptible para quienes nos rodean.
Pero por dentro lo sentimos todo:
una mezcla de amor, ruptura, descubrimiento, pérdida de referencias y un profundo deseo de reencontrarnos en esta nueva versión de nosotras mismas.
Muy pocas veces hablamos de esto.
De cómo la maternidad no nos rompe, pero sí que nos obliga a reacomodar lo que antes parecía sólido.
De cómo, en ese silencio exterior, se abre un proceso interno lleno de matices, de luces y de zonas en sombra que merecen ser nombradas.
La maternidad activa mucho más que un rol: activa toda la maquinaria interna.
Pasamos, casi sin darnos cuenta, de una identidad autónoma y delimitada, a una identidad fusionada con las necesidades de otro ser humano que depende de nosotras por completo.
Es un giro interno tan radical que resulta inevitable sentir que, en determinados momentos, perdemos claridad sobre quién somos e, incluso, llegamos a añorar quiénes éramos antes. No porque dejemos de serlo, sino porque no parece quedar espacio para escuchar nuestras propias necesidades, ritmos, deseos o cuidados.
Hay mujeres que se sienten profundamente conectadas desde el primer día.
Otras atraviesan un terremoto emocional constante. Otras simplemente lo viven exhaustas.
La mayoría viven todas esas cosas, incluso en cuestión de horas.
Y todas esas experiencias son naturales y válidas.
Son humanas.
Son reales.
Una de las grandes trampas culturales es creer que solo hay una manera de vivir y experimentar la maternidad.
No es cierto.
Ni de lejos.
Cada hijo, cada embarazo, cada parto, cada posparto…
es una experiencia única e incomparable que modela nuestra historia emocional.
No existe un manual.
No existe un único camino.
Solo existe la maternidad que cada mujer vive con una combinación irrepetible de historia, contexto, cuerpo, apoyos, miedos, fuerzas y circunstancias.
Por eso, compararse, compararnos, solo añade peso.
Y culpabilidad.
Y una sensación de “debería estar sintiendo otra cosa” que no ayuda, no suma, ni construye.
El cuerpo es probablemente la parte más visible de esta transformación.
Hay un antes y un después.
Y no, ese después no es una pérdida: es una huella de vida.
El embarazo parece confrontarnos nuestro físico.
El parto abre caminos internos que no es posible desandar.
El posparto pone a prueba nuestra energía, nuestras hormonas, nuestra fortaleza, nuestra necesidad de sostener, y de descanso.
El cuerpo cambia porque está vivo, porque crea vida, y no es inmune a esa experiencia.
Porque ha sido fuente de alimento.
Porque ha sido hogar.
Y necesitamos nombrarlo:
durante un tiempo, tal vez no nos reconozcamos en nuestro cuerpo.
No porque esté mal, sino porque los cambios visibles e invisibles han ido verdaderamente rápido, y la relación con el cuerpo solo es una pieza más de un puzzle que se nos está complicando encajar.
Reconciliarse con él es un proceso.
Un proceso lento, íntimo, sensible.
Nunca debe ser una carrera por "volver a ser la de antes".
Tampoco debemos obligarnos a "amarlo” inmediatamente.
Es un volver a habitarse.
Un “aquí estoy” dicho con suavidad.
Un reconocer que este cuerpo es memoria, alimento y hogar, no un proyecto pendiente de corregir.
La maternidad es un cúmulo de emociones intensas:
felicidad, miedo, alegría, ambivalencia, cansancio, culpa, ternura, agotamiento, plenitud…
a veces todo a la vez.
La culpa suele ocupar demasiado espacio:
“¿Lo estaré haciendo bien?”
“¿Por qué me siento así si debería estar feliz?”
“¿Podré sostenerlo todo?”
La culpa aparece porque la maternidad despierta nuestro sistema de apego, nos pone en alerta y nos hace hipersensibles a todo lo que percibimos como riesgo. Y también porque nadie nos ha enseñado a sostenernos en este tránsito sin exigencia y con autocuidado.
La verdad es esta:
no siempre es posible maternar sin desbordarse.
Y no pasa nada.
No significa que estés fallando.
Significa que estás viva, entregada y en proceso.
Otro golpe silencioso de la maternidad es la sensación de aislamiento.
El ritmo cambia.
Los tiempos cambian.
La disponibilidad cambia.
Y el mundo -tan rápido, tan exigente- no cambia contigo.
La falta de tribu no es solo un problema práctico.
Es un problema emocional.
Es una época en la que puede hacerse muy difícil encontrar espacios en los que sentirse verdaderamente comprendida.
Y se echa en falta esa red, pues contar con personas y lugares que sean refugio en esta etapa puede cambiarlo todo.
Sentir que no estás sola.
Que otras viven lo mismo.
Que tu historia tiene eco.
Que tus emociones son vistas y escuchadas.
Eso ya es reparador.
La maternidad no es un punto de llegada: es un proceso.
No es la pérdida de quién fuiste: es crecimiento.
Uno que pide tiempo, presencia, paciencia y una mirada amorosa hacia una misma.
No se trata de volver a ser la de antes.
Se trata de descubrir quién eres y serás a partir de ahora.
Qué necesidades han cambiado.
Qué partes necesitan sostén.
Qué deseos se están despertando.
Reordenar la identidad lleva tiempo.
Y aún así, ocurre.
A su ritmo.
Con calma.
Con acompañamiento.
Y con la certeza de que no estás fallando: estás creciendo.
Porque en el fondo, la maternidad no nos aleja de nosotras mismas.
Solo nos invita a conocernos desde otro lugar.
A construir cada habitación de nuevo.
A mirarnos con menos exigencia y más verdad.
Y eso, aunque a veces duela, aporta un sinfín de matices nuevos a la vida.
Marga Salinas
Psicóloga especializada en bienestar emocional femenino