Autora: Marga Salinas.
Psicóloga especializada en bienestar emocional femenino.
A lo largo de la vida atravesamos momentos en los que sentimos que, de alguna manera, hemos perdido el rumbo. Llegan sin avisar, y no siempre se acompañan de grandes acontecimientos vitales.
Pero implican un movimiento interno, tan sutil como profundo, y responden a lo que llamamos crisis vital, existencial, vital o evolutiva.
Es importante saber que pasar por momentos de crisis es natural a lo largo de la vida, y que no implican que hayamos hecho algo mal, ni que haya ningún problema en nosotros.
Las crisis son un punto de inflexión: surgen cuando se produce un desajuste entre la persona que somos ahora y la vida que estamos viviendo.
Y, aunque puedan vivirse con confusión, miedo o desgaste, su función siempre es la misma:
invitarnos a revisar, reajustar y recuperar la coherencia interna que necesitamos para estar bien.
Comprender este proceso es esencial para dejar de vivir las crisis como enemigas y empezar a verlas como lo que realmente son: puertas hacia una etapa más auténtica.
Las crisis emocionales surgen cuando hay una falta de sintonía entre dos planos:
lo que está pasando en nuestro interior,
y lo que está ocurriendo en nuestra realidad externa.
Cuando estos dos mundos dejan de encajar, el malestar aparece como una señal:
una llamada del cuerpo y de la mente para revisar nuestra vida con más consciencia.
Ese desajuste puede darse por dos vías distintas -ambas naturales, ambas humanas- y entenderlas nos ayuda a no sentirnos perdidas cuando atraviesan.
A lo largo de la vida vamos cambiando: crecemos, aprendemos, nos equivocamos, maduramos, nos transformamos. Cada etapa vital trae nuevas necesidades, nuevos valores, nuevas prioridades y nuevas partes de nosotras mismas que empiezan a pedir espacio.
Cuando esa evolución interna no se acompasa con la vida que llevamos, empieza la incomodidad:
lo que antes nos llenaba ya no nos llena,
lo que antes sosteníamos sin esfuerzo empieza a agotarnos,
lo que antes tolerábamos ahora nos duele,
lo que antes queríamos ya no nos representa.
Esas señales son indicadores de que la identidad se está moviendo hacia adelante
mientras algunos aspectos de nuestra vida se han quedado atrás.
En esta categoría entran crisis que parecen “inexplicables”, pero que en realidad son muy coherentes con el crecimiento personal:
etapas de expansión interna,
cambios en nuestros valores,
nuevas necesidades emocionales,
redefinición de límites,
deseos postergados que empiezan a reclamar atención,
procesos de autoconocimiento que nos piden honestidad.
La sensación suele ser esta:
“Mi vida sigue igual, pero yo ya no me siento bien aquí, me siento distinta.”
Cuando esto ocurre, la crisis nos empuja a ajustar lo externo:
a revisar rutinas, relaciones, ritmos, decisiones y prioridades para que vuelvan a estar alineadas con quien somos hoy.
No todas las crisis nacen internamente.
A veces es la vida la que se mueve antes que nosotras.
Un giro inesperado, un cambio laboral, la llegada de un hijo, una ruptura, una perdida o cualquier cambio vital que nos obligue a reorganizarnos de manera importante.
Cuando el exterior cambia de forma brusca, el interior necesita tiempo para alcanzarlo.
Y ese proceso de adaptación puede vivirse con: resistencia, enfado, tristeza, miedo, sensación de bloqueo, incertidumbre...
No es falta de capacidad:
es simplemente el tiempo natural que necesitamos para ajustarnos a un contexto nuevo.
En este caso la crisis no pide acomodar lo externo, sino fortalecer y ajustar el mundo interno:
desarrollar nuevas herramientas, nuevas perspectivas y nuevas maneras de sostenernos.
Con independencia de que se inicien por un cambio interno o externo, todas las crisis comparten una función esencial: REEQUILIBRARNOS.
Una crisis:
nos obliga a parar,
nos invita a escucharnos,
nos muestra lo que ya no funciona,
nos empuja a cuestionar lo que hemos estado sosteniendo por inercia,
nos recuerda que la vida cambia y que nosotras también debemos cambiar con ella.
No es una amenaza, es un mecanismo de crecimiento.
Por eso a menudo viene acompañada de:
dificultad para decidir,
comparaciones,
sensación de ir “tarde”,
miedo a equivocarnos,
cansancio emocional,
deseo de cambio y, al mismo tiempo, miedo a actuar.
No son síntomas de fragilidad;
son indicadores de que estamos en tránsito hacia una nueva etapa.
Lo primero es permitirte no tener todas las respuestas. No las necesitas.
Necesitas darte espacio.
Algunas claves que ayudan:
• Nombrar lo que te pasa: Lo que se nombra empieza a ordenarse.
• Observar el origen: ¿Esta crisis nace desde dentro o está siendo provocada por algo externo?
• Revisar qué necesita cambiar: ¿Qué de tu vida ya no está alineado con quien eres hoy?
¿Qué necesitas para sentirte más en paz?
• Detener el ritmo: No se puede tomar buenas decisiones desde la prisa.
• Dejar de exigirte claridad inmediata: Las crisis reorganizan, y la claridad llega después.
• Buscar apoyo: Compartir lo que ocurre regula, sostiene y ayuda a ver con más perspectiva.
Un momento de crisis emocional no tiene que ser una pérdida de control.
Es una invitación a recuperar el control desde un lugar más honesto.
No significa que hayas hecho nada mal en el pasado.
Significa que estás evolucionando.
Es el momento en que tu vida y tu identidad dejan de caminar al mismo ritmo,
y la incomodidad aparece para obligarte a alinearlas de nuevo.
Las crisis no destruyen: revelan.
Revelan necesidades, verdades internas, límites silenciosos, deseos postergados y nuevas direcciones que estaban esperando ser escuchadas.
Y cuando se transitan con consciencia,
se convierten en una brújula fiable hacia una vida más coherente, más auténtica y más tuya.
Marga Salinas
Psicóloga especializada en bienestar emocional femenino